Difusión de la Ley 26.150
Programa Nacional de Educación Sexual Integral Sancionada en el año 2006
¿A que llamamos Educación Sexual Integral en la escuela?
Llamamos ESI al espacio sistemático de enseñanza-aprendizaje que promueve saberes y habilidades para la toma de decisiones conscientes y criticas en relación con el cuidado del propio cuerpo, las relaciones interpersonales, el ejercicio de la sexualidad y de los derechos; comprende contenidos de distintas áreas y/o disciplinas, y considera situaciones de la vida cotidiana del aula y de la escuela, así como sus formas de organización; responde a la etapa evolutiva de las alumnas y de los alumnos;
Reflexionamos sobre los sentimientos:
El respeto...
Los celos...
El amor...
El dolor...
“Rosa Caramelo” de Adela Turín y Nella Bosnia
Había
una vez en el país de los elefantes una manada en la que las elefantas eran
suaves como el terciopelo, tenían los ojos grandes y brillantes, y la piel de
color rosa caramelo. Todo esto se debía a que, desde el mismo día de su
nacimiento, las elefantas solo comían anémonas y peonias y no era que les
gustaran estas flores: las anémonas y todavía peor –las peonias– tienen un
sabor malísimo. Pero eso sí, dan una piel suave y rosada, y unos ojos grandes y
brillantes. Las anémonas y las peonias crecían en un jardincillo vallado. Las
elefantitas vivían allí y se pasaban el día jugando entre ellas y comiendo
flores. “Pequeñas –decían sus papás–, deben comer todas las peonías y no dejar
ni una sola anémona, o no serán tan suaves como vuestras mamás ni tendrán los
ojos grandes y brillantes, y cuando sean mayores ningún guapo elefante querrá
casarse con vosotras”. Para volverse más rosas, las elefantitas llevaban
zapatitos color de rosa, cuellos color de rosa y grandes lazos color de rosa en
la punta del rabo. Desde su jardincito vallado, las elefantitas veían a sus
hermanos y a sus primos, todos de un hermoso color gris elefante, que jugaban
por la sabana, comían hierba verde, se duchaban en el río, se revolcaban en el
lodo y hacían la siesta debajo de los árboles.
Solo Margarita, entre todas las
pequeñas elefantas, no se volvía ni un poquito rosa, por más anémonas y peonías
que comiera. Esto ponía muy triste a mamá elefanta y hacía enfadar a papá elefante.
“Veamos Margarita –le decían–, ¿por qué sigues con ese horrible color gris, que
sienta tan mal a un elefantita? ¿Es que no te esfuerzas? ¿Es que eres una niña
rebelde? ¡Mucho cuidado, Margarita, porque si sigues así no llegarás a ser
nunca una hermosa elefanta!” Y Margarita cada vez más gris, mordisqueaba unas
cuantas anémonas y unas pocas peonías para que sus papás estuvieran contentos.
Pero pasó el tiempo y Margarita no se volvió de color de rosa. Su papá y su
mamá perdieron poco a poco la esperanza de verla convertida en una elefanta
guapa y suave, de ojos grandes y brillantes, y decidieron dejarla en paz. Y un
buen día, Margarita, feliz, salió del jardincito vallado. Se quitó los
zapatitos, el cuello y el lazo color de rosa y se fue a jugar sobre la hierba
alta, entre los árboles de frutos exquisitos y en los charcos de barro. Las
otras elefantitas la miraban desde su jardín. El primer día, aterradas. El
segundo día, con desaprobación. El tercer día, perplejas. Y el cuarto día,
muertas de envidia. Al quinto día, las elefantitas más valientes empezaron a
salir una tras otra del vallado y los zapatitos, los cuellos y los bonitos
lazos rosas quedaron entre las peonías y las anémonas. Después de haber jugado
en la hierba, de haber probado los riquísimos frutos y de haber comido a la
sombra de los grandes árboles, ni una sola elefantita quiso volver nunca jamás
a llevar zapatitos ni a comer peonías o anémonas, ni a vivir dentro de un jardín vallado. Y desde
aquel entonces es muy difícil distinguirlos, ¡se parecen!
“¡Lucharaaaaaán dos de tres
caídas sin límite de tiempo!”
de Aurora Casarrubias Martínez
¡Hola!, me llamo Fernanda y quiero contarles lo que me sucedió en la
escuela “Miguel Hidalgo” cuando quería ser luchadora. Saben… ya tenía la
máscara de Rey Misterio, que es mi luchador favorito, aunque mi abuelo me
insistiera tanto en que mejor me comprará la del Santo, pero yo no conocía a
ese santo señor. Bueno, todo comenzó cuando la maestra nos dijo que habría un
evento en la escuela y que teníamos que participar con un número libre, que
podíamos proponer lo que quisiéramos hacer. Recuerdo que todas y todos nos
emocionamos mucho y comenzamos a hablar al mismo tiempo: unos querían cantar,
otras recitar o presentar un acróstico, pero la mayoría queríamos bailar. Eso sí, les cuento que para
elegir el ritmo fue difícil y finalmente se tuvo que hacer una rifa. Y, ¿qué
creen que salió? ¡Una cumbia!, y yo que no sabía bailar muy bien. De entre
varias melodías escogimos “Los luchadores” porque es como un cuento y decidimos
hacer una parodia. Los niños se juntaron para comentar qué máscara tenían o
iban a comprar, y las niñas también se juntaron por su lado y empezaron a
decidir cómo vendrían vestidas, con falda y listones en el cabello. Ese momento
para mí fue eterno porque yo quería ir con los niños y decirles que tenía una
máscara y que iba a las luchas cada domingo con mi abuelo, pero era niña y
tenía que estar con ellas y ponerme también la faldita. La maestra me vio en mi
lugar y me preguntó: –¿Qué pasa Fernanda, no vas a participar? –Sí, maestra –le
contesté– y me fui al equipo de las niñas. Iniciaron los ensayos y mientras la
maestra enseñaba los pasos de baile a las niñas, el maestro de Educación Física
practicaba lucha con los niños y les explicaba a cada pareja de luchadores cómo
hacer las llaves. Confieso que yo me distraía viéndolos y me salía de la fila,
y mis compañeras protestaban: –¡Maestra! ¡Fernanda no pone atención! ¡Solo está
viendo a los niños! –decían enojadas. Al término del ensayo la maestra me llamó
y me dijo: –He notado que observas mucho a los niños. ¿Te gustan las luchas?
–¡Me encantan! –le contesté–. Voy con mi mamá y mi abuelo a verlas cada
domingo, practico con mis hermanos y hermanas en mi casa, y todos y todas
tenemos máscaras. –Fernanda, por lo que veo tú podrías participar con los niños
–me dijo. –¡Cómo cree maestra! ¡Si yo soy niña! –le contesté. –Las niñas
también pueden ser luchadoras –expresó la maestra sonriendo–, y en ese momento
sentí que ya traía mi máscara puesta con todo y capa.
Entonces la maestra me llevó con los
niños: –Desde hoy Fernanda también ensaya con ustedes. –¡Una niña! –exclamaron
todos. –Sí, una niña –confirmó la maestra. –Pero son chillonas, no saben
luchar, la vamos a lastimar porque los niños somos más fuertes –continuaron
diciendo. En ese momento, el maestro Toño intervino diciendo: –Las niñas
también pueden practicar lucha. Ven Fernanda, ven Emiliano, fíjate… –Ya sé
maestro –le dije– y con un cruce de piernas tiré a Emiliano al colchón. Aún
puedo ver las caras de asombro de las niñas y los niños, ya no dijeron nada
más. El día del evento lo recuerdo perfectamente: desfilamos todas y todos
juntos. Portábamos nuestras máscaras, capa y el equipo necesario. Las niñas
traían sus faldas y listones. Nos aplaudieron mucho y el público comentaba:
–Hay una niña entre los luchadores. –Sí, soy ¡luchadora! –les dije y seguí
caminando. En el salón la maestra nos felicitó y Gerardo preguntó: –Si una niña
puede luchar, ¿entonces también los niños podemos bailar? –¡Por supuesto
Gerardo! ¿Quieren bailar? –nos propuso la maestra. Y así en el grupo formamos
una fila de niñas y niños y giramos bailando al ritmo de la música. Ahora
también jugamos con ellos futbol y
nosotras los invitamos a “jugar a sentarse” con nosotras a la hora del
recreo. Esto fue lo que me pasó en la escuela “Miguel Hidalgo”.
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